Es la década de los 60, en un momento crítico de la Guerra Fría. Elisa (Sally Hawkins) es muda, vive sola en un departamento arriba de un cine viejo y sus días se caracterizan por la rutina, los deseos afectivos y sexuales, y la pasión por la música y cine que comparte con su vecino.
Trabaja en el área de intendencia de un laboratorio secreto estadunidense, a donde un día llega capturada una criatura anfibia con la que comienza a generar un vínculo sentimental, y a la que ayudará a escapar tras enterarse de los planes del despiadado responsable del búnker.
La forma del agua muestra los lugares comunes del cine de Del Toro, en nota de relato romántico, y llevados ahora al terreno del comentario social.
Ahí están la narración prologar que se retoma hacia el desenlace, la protagonista marginada soñadora, el tono de cuento de hadas violento, la obsesión con los traumatismos en el rostro, y la pureza de las criaturas fantásticas por encima del comportamiento monstruoso del ser humano.
Aspectos que Del Toro aprovecha para hacer observaciones a la mentalidad intolerante de las sociedades del mundo. Sexismo, racismo y homofobia son ejes contextuales que hacen de La forma del agua la película más política del tapatío, un cineasta tan en dominio de sus temas que ahora se permite trasladarlos a puntos de interés global.
Pero hablamos de una agenda política que jamás interfiere con la esencia de la película: la de ser un romántico homenaje a la música y al cine mismo, propuestos como generadores de sueños, entendimientos, despertares sexuales y vínculos afectivos.
*DAILYTREND